Gustavo Vélez
Elogio del oficio
21 de febrero - 22 de marzo
Gustavo Vélez
ELOGIO DEL OFICIO
Juan Manuel Bonet
De su Colombia natal, donde dio sus primeros pasos en la cerrajería paterna y luego en el Instituto de Bellas Artes de su ciudad, y de Italia, su tierra de adopción, nos llega el trabajo de un escultor nuevo, Gustavo Vélez (Medellín, 1975), formado a partir de 1997 en la Scuola d’Arte Lorenzo de Medici de Florencia, y que al igual que su ilustre paisano Fernando Botero o que el polaco Igor Mitoraj, se ha buscado y encontrado a sí mismo entre las piedras, valga la redundancia, de Pietrasanta. Es a Cristina Mato a quien debemos la iniciativa de montar esta exposición de algunas de sus obras recientes en Madrid, naturalmente en Ansorena, la galería familiar, habitualmente centrada en la promoción de las nuevas modalidades del realismo, pero donde no debemos olvidar que en su día nos descubrió a Arturo Berned, arquitecto de formación, y uno de nuestros más talentosos nuevos geómetras, hoy casi más activo en el continente americano, y en el Extremo Oriente, que por estos pagos. Ya en 2017, se había visto algo del colombiano en una colectiva en la galería.
En el caso de Gustavo Vélez, estamos ante alguien que también practica la geometría, esa Geometric Abstraction que pregonaba en 2017 desde la cubierta de su individual en la Art of the World Gallery de Houston. Aquí mismo, en algunos de sus cubos ligeramente desencajados se advierte la fascinación que sobre él ejercen las cajas metafísicas de Oteiza, cuya errante biografía temprana incluye por cierto un capítulo colombiano, durante la cual el vasco visionario ahondó en su conocimiento de la estatuaria megalítica indoamericana, además de alentar el talento de un entonces jovencísimo Edgar Negret, que estaba llamado a ser una de las grandes figuras de aquella escena. Pero Gustavo Vélez no es un constructivista sensu stricto, ni un sistemático, ni mucho menos un posminimalista. Tampoco un visionario. Es alguien imbuido por el oficio de escultor, y que conoce bien la tradición, la historia antigua y moderna de ese oficio, de ese mestiere que en pintura reclamaba Giorgio de Chirico para sí y los suyos. Alguien intuitivo, que ama la línea recta, sí, pero también la curva y el arabesco. Alguien que se entusiasma ante el mármol blanco, su textura, su tacto. Alguien que adora pulirlo, y extraer de la masa a la que se enfrenta, formas puras, como soñadas, y que vuelan. Alguien que ama la estatuaria griega arcaica, y la clásica, y el arte de Miguel Ángel y otros grandes de la plástica italiana, y el de Rodin, pero que se identifica sobre todo con el mundo de las primeras vanguardias, en el quicio entre una figuración de raíz simbolista, y la abstracción, ese espacio donde se movieron precursores como Brancusi, Arp, Laurens, Gaudier-Brzeska o Csaky, y un poco después Henry Moore, Barbara Hepworth, Beothy, Noguchi, Émile Gilioli, Étienne Hajdu, y demás, o allá en el Nuevo Mundo la boliviana y andinista Marina Núñez del Prado, la argentina Alicia Penalba o el brasileño Sergio Camargo, o de vuelta al Viejo Mundo nuestro Baltasar Lobo en sus momentos de mayor pureza cicládica, o un cierto Alfaro… Rica tradición de la escultura del siglo XX, en la que quedan todavía muchos rincones por explorar, muchos frutos sabrosos por descubrir.
Bienvenida pues a Madrid, a este hijo del Trópico recriado en la dulce Toscana, que avanza con paso firme, combinando rigor y libertad, geometría e intuición, y sobre todo demostrando una gran conciencia del mestiere.