Ansorena
Juan Luque
 El tiempo detenido
24 de marzo - 12 de mayo
2023
La exposición
Naturaleza y Cultura, el Tiempo

Aproximación a la pintura de Juan Luque

 

(...) Las pinturas que se presentan en esta muestra nacen después de días de reclusión forzada, de meses de aislamiento, después de una pandemia sobrevenida que, entre otras cosas, nos ha recordado la fragilidad de la existencia y la grandeza de la vida. Una enseñanza que Juan Luque ya había adquirido años atrás en carne propia y que le ha hecho sabio en eventuales destrezas que, no obstante, son las más adecuadas para crecer como personas. Un conocimiento que de alguna manera ha trasvasado a su obra para distinguir lo necesario de lo accesorio, la ganga de la mena. Quizás esta sea la razón principal de que estas pinturas recientes continúen trayendo a escena sus célebres faros, sus circos, paisajes en los que se enseñorea la naturaleza. Espacios abiertos, sí, pero en primer plano se percibe una locución abstracta que ya estaba ahí en series y obras precedentes, si bien entonces era una gestualidad controlada por la planitud de la pintura y la temperatura lírica de lo informe. En la actualidad esa resonancia lírica ha tornado hacia una sugestiva implementación de lo orgánico –una facultad dramática que confiere la abstracción- de manera que la franqueza del gesto termina adquiriendo más peso y protagonismo que en obras anteriores. Este registro abstracto, informal, actúa como contrapunto de lo que constituye la referencia emanada de la presencia humana –sancionada a través de las construcciones, sean faros o circos- que en su confinamiento y ausencia –en ocasiones no hay figuras en escena- otorga aún mayor relevancia a dicha transferencia.

 

Otro registro novedoso lo constituye el hecho de que algunas pinturas funcionen como capsulas de tiempo, como depósitos de memoria. Y aquí la referencia al instante decisivo de Cartier-Bresson, incluso a la fugacidad pictórica del impresionismo y a uno de sus precursores -como lo es J.M.W. Turner- quizás sean de recibo por cuanto señalan la trascendencia de lo que atesoran y transmiten. Con la particularidad de que estas obras en las que los accidentes naturales continúan ocupando un espacio preferente en la escena propician una lectura inmersiva. Lo cual implica que esta pintura, lejos de simularse como un ejercicio de realismo naturalista, capacita a quien se acerca a ella a dejarse llevar por la sensación que segrega: desamparo ante la dilatada fortaleza de los espacios naturales. Pinturas sensibles a los latidos del tiempo y que describen escenas que relatan sensaciones de orfandad ante la inmensidad de la naturaleza y sus manifestaciones: tormentas, nieve, viento, oleaje… Lo cierto es que no es nuevo este sentimiento, esta lectura de la obra de Juan Luque, siempre ha estado ahí, lo que sí representa una novedad –ya se ha comentado más arriba- es que mientras esto sucede, al mismo tiempo que percibimos la emoción de lo que se representa en la escena, en primer plano el artista deja en suspenso el relato principal y se detiene a mirar en su interior y deja fluir la pintura sin necesidad de contar, de representar o transmitir nada que no sea la pulsión del ejercicio pictórico.

 

En algunas de estas obras los fenómenos atmosféricos y las señales de la naturaleza son el pretexto para articular el músculo de lo informe y celebrar la gestualidad de una pintura que se presta a dejar de transmitir sensaciones y emociones -contar historias- y que pasa a hablar y dejarse llevar por la querencia del hecho en sí: la propia pintura. Sin embargo también resulta incuestionable que este ejercicio –la propia pintura- constituye un vehículo expresivo y de comunicación para el artista, de manera que aunque su obra se configure como una propuesta con un fuerte componente icónico –un rasgo que se revela palmario desde años atrás- y le permita abandonar la táctica narrativa para hacerse más introspectiva, también fomenta la transmisión de historias, pareceres, afectos y sobresaltos, más aún si la figura humana está presente. Cuando esto sucede la pintura se transforma en manifiesto que recoge a modo de cuaderno de bitácora las evoluciones de un personaje en un paisaje abierto donde se yergue enhiesta, como una baliza en el desierto, una señal en medio de la nada, una fuente de luz –un faro- que como la pintura misma le servirán de referencia para completar la travesía. Y después están los circos, que siguen siendo un motivo habitual en su obra desde hace tiempo. Símbolo o emblema de una sociedad que proyecta realidades espectaculares desde un contexto preñado de fenómenos disociativos, como los que pueda vivir una persona que te vende las entradas con la misma naturalidad que se traga un sable, doma una fiera o hace un triple salto mortal como si nada, como si todo fuese lo mismo.

 

Para terminar y retomando el acervo icónico de su pintura hay algunas obras en las que esta cualidad se prodiga no por la presencia de faros o circos sino por otro tipo de construcciones, como lo son templos que por su singularidad arquitectónica o su emplazamiento ostentan el protagonismo de la representación. En estos casos lo que se transmite es la virtud de dichos espacios para reconducir la expresión espiritual o la necesidad humana de trascendencia (Seashore Chapel) o bien el naufragio de esta pretensión y su ideario ante las adversidades de los acontecimientos (Normanton Church). Y en uno u otro caso la iluminación de la escena ayuda a facilitar el ascenso, la elevación espiritual o a admitir la irreversibilidad de la clausura o el hundimiento. Por cierto, también en los circos los primeros planos están en manos de una abstracción que, como los desiertos en nuestro planeta, ocupa cada vez más espacio en la pintura, lo cual a diferencia del símil no resulta nocivo para esta última.

 

Ángel L. Pérez Villén
Biografia

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