Son como mapas de piel. Cadenas montañosas de cuero y calcio. Superficies de un tambor que ya no suena. Contuvieron vida, y aún la tienen, pues nada deja de ser sino que se convierte en otra cosa. En este caso, y en la mirada del fotógrafo, la muerte se transforma en imágenes de deshuesada belleza.
Las vacas de Eduardo Marco, según él las encuentra y las retrata, contienen la verdad del desierto brasileño, donde las condiciones extremas imponen su ley inclemente y recuerdan la finitud de la vida. Estamos en los estados nordestinos de Ceará y Rio Grande do Norte, donde hace más de 500 años los colonos europeos impusieron el monocultivo de caña de azúcar, planta voraz que esteriliza el suelo en pocas décadas. Esa tierra fue esclavizada hasta que despertó la fiebre del caucho y la codicia se desplazó a la Amazonia. Entonces el nordeste, ya marchito, cayó en el olvido.
Hasta hoy.
Estamos en el sertao, y estos son sus estatutos.
Son como letreros descoloridos a punto de borrarse. Odres gastados. Arneses sujetos a una tierra que sangra su mala suerte. Cada imagen contiene su propia vida y su propia muerte. Su propia intemperie. De vez en cuando el cielo se ha hinchado de bolsas grises y ha descargado sobre estos cuerpos inertes alguna incrédula gota de lluvia: estos no han reaccionado. Ya han asistido a solsticios y equinoccios: también se han mostrado impertérritos. Todo ha sido tiempo y sol. Pero no el suficiente como para hacerlos desaparecer. Todavía no.
Eduardo Marco atestigua el proceso, y lo retrata en silencio en un trabajo que nos habla de frustración. La que siente por su tierra: un Brasil que lucha contra su propia ignorancia, pobreza y violencia. Y la frustración de su propia vida, en la que reconoce —todos lo hacemos en alguna medida— que a veces anidan la amargura, la oscuridad y la soledad.
Pero la intemperie es también vida y alivio: de ahí su eterna belleza. La fotografía salva las cosas a punto de ser olvidadas, las rescata de la intrascendencia y al mismo tiempo las reivindica. Salva incluso al artista; ese es su secreto. Las moscas, la sed y la descomposición tienen su propia poesía.
Y él la fotografía: ese es el trabajo. Vemos seres inanimados, pero también las emanaciones de la tierra donde estos se han desplomado. Es un mar seco pero que arde por dentro. Y es hermoso; hasta el lugar más desamparado puede serlo. Eduardo Marco nos lo recuerda cuando captura lo telúrico, y así nos invita a reconocer el alma del lugar. Lo que no se ve pero está.
Parecen máscaras de carnaval. Ropajes carcomidos. Geografías bajo las cuales late un corazón triste, seco, polvoriento. Pero late.
Este es el fin de la materia.
“Cada vez estoy más solo, más abandonado. Poco a poco se me quiebran todos los lazos. En breve quedaré solo”: los versos de Fernando Pessoa resuenan desde el otro lado del Atlántico, reflejándose como en un espejo estas imágenes. Eduardo Marco se siente hermano de estas palabras del venerado autor portugués, y también de las de literatos clásicos como Joao Guimaraes Rossa (“Gran Sertón: Veredas”) y Euclides da Cunha (“Los sertones”), viejos autores de crónicas de pobreza e historias mesiánicas encarnadas en cangaçeiros (los bandoleros locales) movidos por afán de justicia, fanatismo milagreiro y otros principios desesperados. También trabaja bajo la lógica de Walter Benjamin: la belleza está en las cosas más simples. Y movido por la mirada turbadora de otro compatriota: Glauber Rocha y la estética violenta de su cinema novo. La plástica más orgánica de Miquel Barceló también ejerce su poderoso influjo: algo tienen estas imágenes del periodo del pintor mallorquín en el desierto malinés.
Poco importa que sean habitaciones abandonadas o la pobreza en la India: en los distintos trabajos que ha realizado a lo largo de su carrera, el fotógrafo Eduardo Marco siempre ha puesto el ojo en la misma obsesión: la belleza en la sombra. El fragmento que contiene el todo. Nunca enseñar toda la película; siempre esconder la intención del propio trabajo. Obviar el gran escenario para cerrarse en un objetivo. Tal es el desempeño.
Del viaje depende siempre el hallazgo de las imágenes. Lo que aquí se presenta son las visiones de un caminante en movimiento. La visión del conjunto de esta colección de fotos sortea un proceso arduo: para producirlas, Eduardo Marco ha recorrido miles de kilómetros por este far west brasileño, por la tierra donde se baila forró y se traga cachaça a todas horas. Se ha internado en este reverso de la metrópoli donde los niños aún se llevan puñados de tierra a la boca en una búsqueda instintiva de los nutrientes que no tienen en la mesa.
Son instantáneas que nos recuerdan donde hubo vida. Y que la vida siempre encuentra como salir adelante.
Bruno Galindo
Madrid, junio de 2019